"Alexis Soyer"
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Miguel Carretero
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La barra de Santerra, una gran cocina detrás de un absurdo eslogan
Me han pintado más de una vez la cara en el cincuenta y seis de General Pardiñas. Especialmente durante estos últimos años en los que he visto como los Arzábal, hosteleros de éxito donde los haya, terminaban vendiendo para take away pollos asados con su fallido “lowcost” Lovnis; o como se profanaba el nombre de un irreconocible Manolo de la Osa en ese Adunia que resultó ser una copia bastante defectuosa y burda de lo que fue Las Rejas (Las Pedroñeras) en su día. Negocios frustrados que dieron paso a Santerra tras un lavado de cara express por parte de la propiedad. Un concepto distinto, a pesar de la innegable connotación manchega, que sin duda parece haber pulsado la deseada tecla del éxito.
Es cierto que al principio todo apuntaba a que seguiría la misma suerte que sus antecesores ya que la fisonomía de su incómodo espacio a doble altura no invita precisamente a pasar. Pero con el paso del tiempo la propuesta ha ido sorteando todos los obstáculos gracias a una cocina capaz de ganar el concurso a la mejor croqueta del mundo o el premio al restaurante revelación de la Guía Metropoli; y a una barra que se ha consolidado como una de las mejores de Madrid con diferencia.
Hoy precisamente escribo a cuenta de esta última, y lo hago por dos motivos fundamentalmente. El primero porque su relación calidad precio es lo suficientemente razonable como para desmarcarse de la locura de tickets medios (incluyendo su restaurante) a los que nos está acostumbrando esta maldita burbuja hostelera. Burbuja que por otra parte nadie quiere reconocer cuando nos sobran manos para recomendar sitios que de verdad merezcan la pena y encajen dentro de un segmento cercano a los treinta euros como es el caso.
Y en segundo lugar porque ha sido de las pocas novedades que ha supuesto un soplo de cordura a un panorama gastronómico que a día de hoy, ha colocado al ceviche como una de las recetas más icónicas de la ciudad, sin estar bien ejecutado la mayoría de las veces. Es un lujo (asiático) encontrar una cocina con fondo suficiente que sea capaz de dejar al chof chof que lentamente vaya haciendo de su trabajo algo emocionante. Y es que cada vez es más complicado encontrar guisos de altura capaces de hacernos creer que una abuela anda suelta por la cocina cucharón en mano, no me lo negarán.
Miguel Carretero precisamente nos hace pensar esto con una oferta de barra plagada de recetas clásicas tibiamente actualizadas a la cuales no las faltan un ápice de sabor. Una carta muy apetitosa que más allá de unas impecables croquetas de jamón ibérico que acaparan toda la fama, encuentras platos sensacionales. De lo probado en tres visitas destacaría sus melosos callos a la madrileña, un guiso gigantesco de paloma, la pepitoria de perdiz y un potaje de vigilia con los callos del bacalao para quitarse el sombrero. La oreja frita con mojo no es tontería al igual que tampoco lo es el pica pica que suele acompañar a cada consumición. Piparras, berenjenas de Almagro, gildas ... motivos suficientes para abrir boca con cualquier excusa.
El servicio, como en la mayoría de bares, no es su fuerte. Atropellado y algo lento cuando tienen gente, pero sin llegar a perder el toque comercial que recuerda a esa vieja escuela de camareros que se desvivían por vender sin dejar de agradar. La bodega por otra parte, tira al corte clásico guardando algunas referencias resultonas y una selección de vinos por copa lo suficientemente amplia como para desmarcarse del manido "¿Blanco o tinto?".
Pero quizás, lo que más me guste de esta barra o de su restaurante en general, es la sensación de que cada visita siempre fue mejor que la anterior. Su cocina demuestra en cada bocado que está por encima de eslóganes que evidencian lo absurdo que puede llegar a ser el marketing gastronómico cuando lo realmente importante reside en una sencilla pregunta: "¿Volvería?" Y yo respondo: "Cada vez que pueda".
c/ General Pardiñas, 56 - Madrid
914 01 35 80
Santerra.es
Es cierto que al principio todo apuntaba a que seguiría la misma suerte que sus antecesores ya que la fisonomía de su incómodo espacio a doble altura no invita precisamente a pasar. Pero con el paso del tiempo la propuesta ha ido sorteando todos los obstáculos gracias a una cocina capaz de ganar el concurso a la mejor croqueta del mundo o el premio al restaurante revelación de la Guía Metropoli; y a una barra que se ha consolidado como una de las mejores de Madrid con diferencia.
Hoy precisamente escribo a cuenta de esta última, y lo hago por dos motivos fundamentalmente. El primero porque su relación calidad precio es lo suficientemente razonable como para desmarcarse de la locura de tickets medios (incluyendo su restaurante) a los que nos está acostumbrando esta maldita burbuja hostelera. Burbuja que por otra parte nadie quiere reconocer cuando nos sobran manos para recomendar sitios que de verdad merezcan la pena y encajen dentro de un segmento cercano a los treinta euros como es el caso.
Y en segundo lugar porque ha sido de las pocas novedades que ha supuesto un soplo de cordura a un panorama gastronómico que a día de hoy, ha colocado al ceviche como una de las recetas más icónicas de la ciudad, sin estar bien ejecutado la mayoría de las veces. Es un lujo (asiático) encontrar una cocina con fondo suficiente que sea capaz de dejar al chof chof que lentamente vaya haciendo de su trabajo algo emocionante. Y es que cada vez es más complicado encontrar guisos de altura capaces de hacernos creer que una abuela anda suelta por la cocina cucharón en mano, no me lo negarán.
Miguel Carretero precisamente nos hace pensar esto con una oferta de barra plagada de recetas clásicas tibiamente actualizadas a la cuales no las faltan un ápice de sabor. Una carta muy apetitosa que más allá de unas impecables croquetas de jamón ibérico que acaparan toda la fama, encuentras platos sensacionales. De lo probado en tres visitas destacaría sus melosos callos a la madrileña, un guiso gigantesco de paloma, la pepitoria de perdiz y un potaje de vigilia con los callos del bacalao para quitarse el sombrero. La oreja frita con mojo no es tontería al igual que tampoco lo es el pica pica que suele acompañar a cada consumición. Piparras, berenjenas de Almagro, gildas ... motivos suficientes para abrir boca con cualquier excusa.
El servicio, como en la mayoría de bares, no es su fuerte. Atropellado y algo lento cuando tienen gente, pero sin llegar a perder el toque comercial que recuerda a esa vieja escuela de camareros que se desvivían por vender sin dejar de agradar. La bodega por otra parte, tira al corte clásico guardando algunas referencias resultonas y una selección de vinos por copa lo suficientemente amplia como para desmarcarse del manido "¿Blanco o tinto?".
Pero quizás, lo que más me guste de esta barra o de su restaurante en general, es la sensación de que cada visita siempre fue mejor que la anterior. Su cocina demuestra en cada bocado que está por encima de eslóganes que evidencian lo absurdo que puede llegar a ser el marketing gastronómico cuando lo realmente importante reside en una sencilla pregunta: "¿Volvería?" Y yo respondo: "Cada vez que pueda".
c/ General Pardiñas, 56 - Madrid
914 01 35 80
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