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El espejismo de la excelencia: reflexiones tras la Gala Michelin 2025


Javier Carrión | Europa Press

Hubo un tiempo en que una estrella Michelin era un galardón casi mitológico, reservado para quienes lograban transformar ingredientes cotidianos en auténticos relatos gastronómicos. Aquella guía, austera y meticulosa, trazaba un mapa emocional que hablaba de perfección y exigencia. Cada estrella tenía el peso de lo irrepetible, un testimonio de maestría que convertía al restaurante galardonado en una referencia casi intocable.

Sin embargo, la Michelin de hoy parece haber olvidado esa mística. La gala celebrada en Murcia, con sus treinta y dos nuevas estrellas, fue un despliegue fastuoso, pero dejó en el aire un interrogante incómodo: ¿hemos cambiado la excelencia por la cantidad? Lo que antes era un proceso casi sagrado se ha convertido, en muchos casos, en una celebración del conformismo brillante, donde todo encaja pero poco sorprende.

Es cierto que desde hace años vivimos una democratización de la alta cocina, un momento en el que nuevos talentos encuentran espacio para brillar. Pero esa apertura ha venido acompañada de una estandarización, al menos inquietante. Menús degustación perfectamente ejecutados, discursos calculados sobre sostenibilidad, vajillas impecables… Todo ello responde a un patrón que, si bien garantiza el cumplimiento de ciertos estándares, sacrifica la identidad en el proceso.

Es, además, un secreto a voces que todo chef que abre un restaurante con la mirada puesta en la famosa guía roja sabe exactamente cómo funciona. Conoce los deseos de los inspectores, los parámetros que evalúan y, en muchos casos, hasta sus rostros. Esto permite controlar cada detalle de la visita, convirtiendo la experiencia en algo diseñado milimétricamente para satisfacer a quien otorga las estrellas, pero no necesariamente al comensal habitual. ¿Es esta la autenticidad que se busca en la alta gastronomía?

La transformación de la guía no termina ahí. Antes, alcanzar el Olimpo de las tres estrellas era un logro monumental, pero hoy parece que, una vez concedidas, esas estrellas se graban en piedra. La movilidad dentro de la guía es prácticamente anecdótica: casos como el de Moments, que ahora luce una única estrella, son excepciones que apenas alteran una norma no escrita. Resulta paradójico que, en un panorama gastronómico tan dinámico, haya restaurantes que sigan ocupando su pedestal pese a estar anclados en un pasado que ya no emociona ni innova. Sus menús, otrora revolucionarios, han perdido frescura, quedándose a la zaga de compañeros más atrevidos y con menos condecoración.

La reflexión más dolorosa, sin embargo, es otra: la guía sigue tratando de manera injusta a los restaurantes con más alma y personalidad. ¿Por qué un lugar tan especial y único como Ricard Camarena no tiene ya las tres estrellas? ¿Por qué propuestas que son auténticos faros gastronómicos y focos de influencia mundial, como Enigma o Bagá, apenas cuentan con una estrella? Pareciera que la audacia, cuando se aparta del molde esperado, sigue siendo castigada, mientras otros permanecen intocables por costumbre más que por mérito actual.

Esta falta de revisión crítica contrasta con el entusiasmo con el que ahora se entregan algunas estrellas. Reconocer y apoyar el talento emergente es fundamental, no creo que nadie diga lo contrario. Pero no debería hacerse a costa de mantener en el mismo nivel a propuestas que ya no responden a las expectativas de una auténtica experiencia única. La excelencia no puede ser un concepto inflacionado, ni mucho menos estático.

¿Es esta versión más generosa de la guía realmente mejor que su antecesora? ¿Hemos cambiado un sistema excesivamente riguroso por otro complaciente, donde la cantidad prevalece sobre la calidad? ¿Acaso no existía un término medio? La Michelin debe recordar que su prestigio no radica en sumar nombres a la lista, sino en garantizar que cada uno de ellos represente algo excepcional, casi inimitable.

Los restaurantes que verdaderamente se mantienen en la cima no son los que simplemente coleccionan estrellas, sino los que evolucionan con la misma ambición con la que alcanzaron el firmamento. Son aquellos que entienden que la excelencia no es un destino, sino un viaje constante, un desafío perpetuo. En un cielo estrellado cada vez más abarrotado, lo que verdaderamente importa no es la abundancia de puntos luminosos, sino que cada uno de ellos sea capaz de guiar, emocionar e inspirar.

Murcia brilló anoche con intensidad, pero el verdadero reto de la Guía Michelin no está en repartir galardones, sino en devolverles el peso y el significado que alguna vez tuvieron. Solo así podrá preservar su legado y seguir siendo el faro que ilumine el camino hacia la verdadera gastronomía.

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