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La velocidad de los egos
El caso de Jorge Martín, Pablo Motos y David Broncano es un ejemplo perfecto de esta dinámica. Lo que pudo haber sido simplemente una entrevista cancelada se convirtió en una polémica que rebasó las fronteras de un plató para entrar de lleno en el terreno político. De repente, El Hormiguero es tachado de conservador, mientras La Revuelta se asocia a una narrativa progresista. Pero esto no es una cuestión de bandos ni de ideologías. Al final, lo que queda expuesto es algo mucho más viejo que cualquier discurso político: la competencia entre programas.
La rivalidad entre formatos televisivos es tan antigua como la televisión misma, y eso no tiene nada de malo. De hecho, la competencia puede ser saludable, siempre que se mantenga dentro de unos límites éticos. Pero lo que personalmente critico es cuando esa competencia cruza líneas que deberían ser inquebrantables. Dejar a un programa rival sin su entrevista principal a escasos minutos de empezar la grabación, a sabiendas desde el día anterior de que el piloto ya había anunciado su presencia, es una maniobra que roza lo desleal. No es elegante, no es justo y, desde luego, no es lo que debería marcar la diferencia en el prime time.
Y aquí cabe hacerse una pregunta inevitable: ¿qué habría pasado si los papeles se hubieran invertido? ¿Qué reacción habríamos visto si un invitado de El Hormiguero hubiera cancelado su entrevista para acudir, en el último minuto, a La Revuelta? La indignación habría sido mayúscula. Los mismos que hoy minimizan e incluso celebran este asunto se habrían alzado en defensa de Motos y su equipo. Pero, ¿por qué debería ser diferente? Si no aceptamos esta falta de respeto cuando le ocurre a uno, tampoco deberíamos aceptarla cuando le ocurre al otro.
Lo más llamativo es que, después de todo, El Hormiguero minimizó el incidente en redes sociales, describiéndolo como un “malentendido sin importancia”. Pero, ¿sin importancia para quién? Esta decisión dejó a un equipo de profesionales trabajando detrás de La Revuelta con el pie cambiado, sin su entrevista estrella, tratando de salvar una emisión planeada con antelación. Aquí no hablamos solo de rostros conocidos o presentadores carismáticos, sino de decenas de personas que trabajan para sostener un formato. Y estas prácticas, lejos de ser anecdóticas, evidencian un problema mayor: todo vale para defender un relato, aunque se trate de falta de respeto por el trabajo ajeno.
Por otro lado, tampoco podemos pasar por alto cómo llega La Revuelta a la televisión pública. El salto de David Broncano a La 1 viene rodeado de su propia polémica, de historias que han alimentado críticas y que tampoco benefician a su imagen ni a la percepción de su programa. Se habla más del ruido que rodea al cambio que de lo que realmente importa: el contenido. Y eso, como espectador, me resulta decepcionante. Porque yo soy fan de La Resistencia (o La Revuelta) desde el primer día, no porque lo asocie a ninguna ideología, sino porque me encanta su humor, su forma irreverente de conectar con el público. No lo veo por política, lo veo porque me entretiene, porque me hace desconectar, y porque personalmente me siento más cercano a ese estilo de entrevistas y dinámicas que a lo que propone El Hormiguero. Pero eso es una cuestión de gustos, no de banderas.
Aquí es donde la cuestión de la televisión pública adquiere más peso. Personalmente no soy partidario de una televisión financiada con dinero público, especialmente porque históricamente ha demostrado ser una fuente de manipulación. Pero es curioso que solo criticamos la televisión pública cuando no están los nuestros, y eso que llevamos años sosteniendo televisiones autonómicas que son auténticos agujeros financieros sin interés real para la audiencia. Más curioso aún es que estas críticas rara vez aparecen cuando se trata de ver un partido de fútbol en abierto o cualquier otro evento deportivo retransmitido con dinero de todos. Nadie cuestiona entonces el gasto público en televisión, porque en esos casos lo justificamos una demanda masiva y pasa a percibirse como "necesario". Es un debate tan inexcusable como olvidado, uno que solo surge cuando conviene al discurso de turno.
Lo que más me preocupa es cómo hemos llegado a politizar incluso el entretenimiento. Que alguien prefiera un programa a otro no debería ser motivo para una guerra de narrativas. Yo jamás acusaría a alguien que se divierte con El Hormiguero de tener una agenda política. Cada cual debería disfrutar con lo que quiera, porque la televisión no nace para dividirnos, sino para entretenernos. Su objetivo debería ser desconectarnos del día a día, no sumergirnos en más problemas, enfrentamientos y polarización.
Al final, la pregunta que me hago es: ¿quién ha perdido realmente en este choque de egos? Desde el punto de vista de las audiencias, El Hormiguero no ha perdido cuota de pantalla, mientras que La Revuelta ha consolidado un notable interés en una franja horaria que, hasta ahora, parecía apagada. Hemos reducido costes en la televisión pública, hemos incrementado la audiencia de una cadena y herramienta pública que muchos daban por irrelevante. Pero, ¿a qué precio? En lugar de hablar de los méritos de uno y otro, seguimos atrapados en un bucle de polémicas, donde la competencia se degrada en deslealtad y donde el público, en lugar de disfrutar, se convierte en espectador de un espectáculo que alimenta egos.
La televisión debería ser, ante todo, un espacio para el disfrute, no para el conflicto. Porque si permitimos que los egos y las agendas sigan contaminando el entretenimiento, terminaremos olvidando para qué sirve realmente la pantalla.
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