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LA AVISPA Y EL MELÓN


 



LA MORALEJA DE LA AVISPA Y EL MELON


La vida se encarga de sustraer, sin previo aviso, de nuestra memoria cualquier recuerdo de nuestros primeros años de vida en los que, salvo desgraciadas excepciones, nos vemos envueltos en besos y abrazos rebosantes de cariños, mimos y amor. Si exceptuamos a mi abuelo, que mantenía con terca seriedad, que él se acordaba perfectamente desde el día siguiente a su nacimiento, el maleficio neuronal nos priva de las imágenes y sensaciones que no volverán jamás a pasar por la retina de nuestra vida. La naturaleza humana es capaz de que nuestros huesos y  cartílagos se formen y endurezcan con razonable prontitud y sin embargo necesita años para aquilatar y fraguar el espacio que precisa nuestra  memoria. Una flagrante contradicción genética.


Así que dicho lo anterior, y descontando generosamente mis primeros cinco años de vida como periodo de desmemoria, salvo algún oscurecimiento parcial de mi frágil memoria, llevo décadas degustando una de las frutas más apetecibles cuando los calores se aprestan a agobiarnos, me refiero al melón.


La avispa es un insecto incomodo tan persistente como goloso, y se hace  particularmente molesta en comidas al aire libre, consiguiendo ser el centro de atención y elevando los miedos hasta el pánico, con su mareante y discontinuo vuelo entre platos, vasos y ensaladas. Su ridículo y minúsculo aguijón, consigue alterar a los comensales de toda condición, hasta sucumbir en una maniática obsesión. Su completa desaparición, por un rápido y contundente ataque de gases letales, un atinado zapatillazo o por voluntad propia, consigue generar un automático clima de alivio placentero, como pocas otras cosas en este tipo de eventos a merced de la luz natural.


La combinación avispa- melón o viceversa es un clásico con más solera y trienios que el tinto de verano o un helado de chocolate y nata (Comtessa). Y es tras el pos-postre, en ese momento final, cuando el cuerpo pide reposo y sobremesa tendida, cuando la avispa busca con voraz empeño su más preciado manjar y se lanza a succionar golosamente los desperdicios de esta apreciada fruta. Esto provoca que la sobremesa termine en una desbandada general, con platos, fuentes rebosantes de restos que son salvados en una colectiva y normalmente pesimamente coordinada retirada, tratando de abandonar el lugar indemnes y a salvo de la picadura venenosa de la avispa, que rara vez actúa en solitario, siempre recurre a las guerrillas con otras amigas.


Mi último momento de tensión en el que me enfrenté al peligroso binomio avispa-melón, fue después de degustar, al amparo del porche de mi casa, a mil metro de altitud y protegidos en parte del sol que se pasaba de agradable, de unas maravillosas carrilleras en salsa.  Llegado el momento de encarar la apertura de un melón de una acreditada marca, que necesariamente no puede haber madurado ni en Villaconejos. sino en cualquier lugar lejano, océano de por medio,  cuando nos vimos sorprendidos por ese bichito con su traje de rayas que inició un ataque kamikaze al melón recién abierto, demostrando  una agresiva hambruna.


Todo hubiera sido normal, ya se sabe: aire libre, sol, calorcito….. pero aquel día el calendario se empeñó en mostrarnos que nos encontrábamos en el día 6 de diciembre de 2024.


Comer al sol, más bien ligeros de ropa, con las avispas merodeando alrededor de un melón de importación, es una anomalía  fuera de lugar y plazo, un despropósito evitable. Yo jamás había vivido esta circunstancia, lo que me lleva a pensar que hay tantas cosas, en las que no reparamos,  para no alimentar nuestro grave problema como especie que alguna  es tan simple como no comprar un puñetero melón cuando no toca evitando el dañino rastro en la atmosfera del combustible utilizado con el que nos lo han acercado hasta nuestra mesa. 

Moraleja

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